Lo quiero ahora, lo quiero ya
Por Alba Varón
El barrio, ese lugar al
que muchos de nosotros añoraremos cuando nos vayamos de él (o no), los amigos de la infancia (la Laura, la Miriam, la Jessy y el
Juan...), los mayores a los que te apegas en la adolescencia (algunos
profesores que nos han dado clase en la E.S.O, módulos o
Bachillerato) y esos seres a los que llamas “padres” pero que no te
inspiran ninguna confianza (mamá y papá y demás extraños). En
este blog ya nos han enamorado ciertos personajes como Marieme, la
protagonista de Girlhood de la directora francesa Céline
Sciamma y el magnífico rubiales de Mommy de nuestro
admiradísimo Xavier Dolan. A cambio de nada del director
Daniel Guzmán, ganadora de dos Biznagas de Oro en el Festival de
Málaga, nos presenta a Darío, un chaval que desea huir de todos y
de todo, y formar parte de un futuro ilusorio lleno de
incertidumbres. Sí, aquí tenemos de nuevo una genial radiografía
de lo que es ser y encontrarse en plena adolescencia, etapa en la que
todo vale y nada parece cercano.
La vida de Darío se
divide entre Luismi, su único amigo del alma, “Caralimpia”, el
dueño de un taller de barrio en el que trabaja el protagonista y
Antonia, una anciana que es más fiestera que yo a mis veintidós
años. La película deambula entre la risa y el llanto, con escenas
sobrecogedoras protagonizadas por Antonia y otras en las que te
ríes a más no poder con Darío y Luismi. Hay ciertos momentos en
los que los diálogos entre estos dos jóvenes son magistrales, de
hecho, más de uno debería aprender a hablar con esta naturalidad y
dejarse de tantas pedanterías.
La película desprende honestidad por todos los costados y en todo momento se ve la humildad con la que está grabada cada toma. No peca de pretenciosa como le ocurrió a Los niños salvajes de Patricia Ferreira y el argumento te mantiene atento durante los 93 minutos de dura la película. Guzmán sabe como tocarle la vena sensible al espectador sin llegar en ningún momento a rozar la cursilería. La inclusión del personaje de Antonia (la propia abuela de Guzmán) es la voz de la resignación y la nostalgia, mientras que la adorabilidad se presenta en dosis muy altas con Luismi (sobre todo en las ocasiones en las que me lleva unas pintas cuestionables) y con Darío (estupendísimo Miguel Herrán, todo un descubrimiento).
La película desprende honestidad por todos los costados y en todo momento se ve la humildad con la que está grabada cada toma. No peca de pretenciosa como le ocurrió a Los niños salvajes de Patricia Ferreira y el argumento te mantiene atento durante los 93 minutos de dura la película. Guzmán sabe como tocarle la vena sensible al espectador sin llegar en ningún momento a rozar la cursilería. La inclusión del personaje de Antonia (la propia abuela de Guzmán) es la voz de la resignación y la nostalgia, mientras que la adorabilidad se presenta en dosis muy altas con Luismi (sobre todo en las ocasiones en las que me lleva unas pintas cuestionables) y con Darío (estupendísimo Miguel Herrán, todo un descubrimiento).
Las apariencias engañan
y una vez más nos encontramos ante un personaje vandálico,
destrozado tras la separación y continuas broncas de sus padres,
usado como una marioneta por aquellos que lo quieren a su lado para
beneficiarse de su inocencia. Lo que no quita que a lo largo de la
película lleve a cabo acciones dignas de quitarse el sombrero y
merecedoras de aplauso; de hecho, en la sala del cine tenía a mi lado
a un postadolescente (alrededor de los treinta) al que se le saltaban
las lágrimas cada vez que el jovencito delincuente hacía algo
bueno. Y aunque es verdad que quizá en algún momento la película
roce el tópico con lo de las escenas del “primer amor” (se ve
que esto nunca falla), merece la pena estar atento a lo que va hacer
el muchacho después de cada desgracia.
Darío es la muestra de
que ya en la adolescencia vas aceptando tus propios errores y te
vas construyendo como persona. Guzmán saca a la luz el tema de la
aceptación de tus propias decisiones y cómo ello te condiciona al ayudarte a madurar, sea en la etapa que sea. Para
ello se apoya en la nunca repetitiva imagen del niño de barrio al
que le encanta pasar las tardes haciendo chorradas con sus colegas,
robando en el “Corte Inglés” unas camisas para asistir a una
fiesta de pijos y gastando las horas muertas mirando una grieta en la
pared. Porque, en realidad, en la adolescencia el tiempo no pasa tan rápido y todo
parece que vale aunque todo se sepa que cueste.
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